Por una Educación Virtual Integral

Por Charo Ramos
@cafeesamor

Ejecutives arrepentides, CEOs retirades, especialistas en redes, comunicación y política, todes miran a cámara e intentan transmitir un mensaje que ya conocemos, pero sobre el que fingimos demencia: las redes sociales nos están consumiendo la vida.

Mientras veía The social dilemma (Netflix, 2020), me fijé cuántas horas paso mirando la pantalla del celular. Me asusté y tomé la decisión drástica de desintoxicarme de las redes. Mi idea era pasar una semana con la menor conexión posible. Spoiler: fallé. Pero no me siento sola, la adicción a las pantallas está extendida, es preocupante y está muy bien explicada en el documental que salió hace poco.

El film tiene dos narrativas: una en la exponen expertes, principalmente Tristan Harris -que fue encargado de ética de Google-, y otra en la que vemos a una familia estadounidense en la que tres adolescentes se relacionan de forma distinta con internet y los dispositivos móviles.

Sobre la primera parte, es muy interesante escuchar a quienes contribuyeron tan ampliamente a la formación del desastre, ahora arrepentides, jurando a la pantalla que sus hijes no usan tablets ni pantallas de ningún tipo. Que borraron las aplicaciones de sus teléfonos. Algunes, ahora, se dedican a concientizar y cabildear (hacer lobby) por iniciativas parlamentarias para regular a las Big tech (los pulpos tecnológicos como Facebook).

Lo que plantean, sintetizando, es que nuestra dependencia de los dispositivos móviles, de las notificaciones, de cada trending topic de Twitter y vivo de Instagram, no es una falencia individual, sino consecuencias buscadas del diseño de los algoritmos que administran el contenido que nos llega al celular. El ex ejecutivo de Google llama, a esta nueva actualidad, capitalismo de vigilancia. Ya no de la información, sino de la vigilancia.

En el relato ficcionalizado del documental, vemos a un algoritmo representado en tres versiones del mismo actor, Vincent Kartheiser (sí, el de Mad Men), que negocian entre sí para obtener un reflejo lo más detallado posible de un usuario, el hijo del medio de la familia. No solo el algoritmo sabe dónde está el sujeto a cada segundo de su vida, sino que además, va decidiendo qué contenido ofrecerle buscando determinadas reacciones. Que vea ciertos avisos, que le de me gusta a ciertas noticias. Van moldeando al sujeto hasta moverlo a su voluntad.

Mientras veía el documental la primera vez, esto me pareció exagerado. Sin embargo, al día siguiente salí a caminar. Descargué un podcast de crímenes reales en Spotify, me puse el barbijo y salí a dar vueltas por el barrio. Al volver a casa, controlé cuántos pasos había hecho: me puse contenta, había caminado más que el día anterior. Google maps me mostró, también, por dónde había estado. Twitter no tenía porque lo había borrado en mi intento desesperado por demostrarme a mí misma que puedo controlar una adicción tan ridícula como la de las redes sociales. Pero, de todas formas, revisé los grupos de Whatsapp y tenía unas lindas 40 notificaciones, a las que no había prestado atención mientras me sumergía en el mundo de la secta de Charles Manson. Luego, cuando entré a ver qué podía escuchar mientras cocinaba, Spotify me ofreció varios programas más sobre sectas. Pensándolo bien, no era tan exagerado el documental. Sobre todo porque cuando estaba cocinando me acordé de que en la caminata había pasado por la calle Ohm, en Villa Ortúzar, y no le había sacado una foto al cartel, porque, al no tener más Instagram, no tenía sentido. ¿Acaso voy a guardar un recuerdo para mí sola? Muy siglo XX.

Una idea fuerte de les consultades para el documental es que los algoritmos no se rigen por normas éticas o valores morales como las personas, y que, además, para el funcionamiento del sistema binario es más sencillo manejar a los sujetos si las ideas están polarizadas en A y B. En capitalista y socialista. En Trump o Biden. En Macri o Scioli. En tierra redonda y tierra plana.

ALERTA SPOILER. El ejemplo que muestran con el relato ficcional es que el adolescente está muy mal, vulnerable porque su ex novia está saliendo con otro, y el algoritmo le recomienda contenido del “Extremo centro”. Este grupo representa a les antivacunas, terraplanistas, anticuarentenas, etc. El sujeto es llevado, prácticamente de las narices, a una manifestación en la que termina detenido. Y también termina detenida su hermana mayor que va a intentar disuadirlo de participar en la marcha pero llega tarde. No hay, en el documental, ninguna crítica a esto. Les dos son arrestades arbitrariamente, pareciera que la línea del documental es no te metas en política que vas a terminar mal. Algo habrán hecho, decían en los setenta en Argentina.

Mona Chollet -una periodista suiza- dijo en un libro precioso, En casa, que las redes sociales le servían para conocer otras opiniones, para estar al tanto de cosas que pasaban en otros lugares, para contactarse con gente distinta a ella y su círculo. Realmente creo que es así. O que puede serlo, con un uso crítico de las herramientas. Finalmente, no es la imprenta la que provoca la Reforma Protestante, sino el movimiento que aprovecha la tecnología de la época para llegar a posibles seguidores.

Volvamos, en el documental, todes les entrevistades coinciden en que las redes sociales son una droga, provocan adicción, malestar por su falta, ansiedad por el exceso, todo el combo. Lo vemos, también, en la hermana menor de la familia, de 11 años: está formando una idea de sí misma, de su imagen, mediada por los filtros de Instagram y los comentarios no-tan-simpáticos y hasta agresivos que le llegan cuando sube una story. Esto lo vemos y padecemos a diario: amigas mías, de más de treinta años, han borrado sus cuentas porque se sentían mal viendo a las influencers, sus cuerpos, dietas y consumos. Se sentían inferiores económicamente, feas, gordas, vagas, poco deseables.

El dilema, me parece, es qué escapatoria tenemos. ¿Es posible hacer un uso no dañino de las redes? Supongo que como todo, cuanta más información tengamos sobre los riesgos, formas de aminorarlos, y sobre el para qué usamos las redes y las pantallas, va a ser mejor. Me imagino una especie de Educación Virtual Integral que nos cuente estas cosas, que nos ayude a usar las herramientas para sus cosas buenas y prevenirnos de las malas. No sólo por los delitos a los que nos exponemos en Internet (grooming, estafas comerciales, etc.), sino por el malestar que nos provoca la falta de reacciones a una foto o a un tweet. Cómo manejamos y construimos nuestras imágenes de nosotres mismes, de nuestro self, nuestras ideas sobre el mundo, nuestras preferencias políticas.

El documental termina con un llamado a la acción, no revolucionaria y antisistémica, sino con pequeñas cosas: sacar las notificaciones, silenciar los celulares, usar temporizadores para las aplicaciones, no aceptar las reproducciones automáticas de YouTube, elegir a quiénes seguimos más allá de las cuentas recomendadas. Suena a una forma más elaborada, inteligente, crítica de las redes.

En eso estoy: durante estos días bajé notoriamente el tiempo en pantalla y en redes, aunque hay debates, acontecimientos que suceden en el entorno virtual (más en ASPO) que no me quiero perder.