Crónica del 19F: marea verde, sororidad y escrituras del deseo

Por Nuria Beviglia

Llego a la esquina de Rivadavia y Callao. Dos adolescentes convocan a una fila de pibas delante de un cartel que anuncia “Glitter a voluntad”. A su izquierda, el ascensor de la línea A está parado, chilla como si pidiera que alguien lo cierre. Ellas no lo escuchan, la música de los tambores y las voces amplificadas son todo lo que necesitamos oír hoy. Es 19 de febrero, aniversario del pedido de sesión especial para tratar el proyecto de legalización del aborto, son las 17.40 y somos miles las que salimos a la calle a luchar para que este año sea ley.

Las chicas del glitter le pintan la cara a una nena que se ríe y aplaude con fuerza. Su mamá la tiene en brazos, ambas llevan pañuelos verdes atados al cuello. Confiadas, entregan sus mejillas a los pinceles de las artistas desconocidas. Me sumo a la fila, yo también quiero que me acaricien la cara.

Más atrás, un grupo de personas forma un círculo alrededor de cinco mujeres que pintan un mensaje sobre el asfalto. Tengo que atravesar la marea para leer qué dice. La intervención mira al Congreso, que se esconde bajo una tela enorme por refacciones y sólo deja ver su cúpula verde. “Aborto legal ya. Que la iglesia no se meta…” escriben bajo el sol. Me alejo de ahí, todavía camino sola, aunque sé que hay algunas conocidas dando vueltas. Entonces, una chica que vende comida vegana me confía su canasta:
¿No me tenés las empanadas un minuto?
Me sorprende perderla de vista y pienso si tengo que escaparme con el motín, probar uno de estos manjares o esperarla el tiempo que tarde. Unos minutos después, vuelve y me toma desprevenida:
¿Cuánto están las empanadas?
Dudo si es ella, no la miré bien. De pronto se ríe fuerte, me agradece y se va. Enseguida otra mujer me toca el hombro:
Disculpame, vos que tenés lapicera, ¿no tendrás un fibrón?

No nos conocemos, pero nos sonreímos confianzudas. Trato de acordarme qué quiere decir la palabra fibrón, tengo mucho calor y todavía no sé bien cómo avanzar hacia la plaza. Me pregunto si tiene sentido seguir sola cuando estamos todas juntas, pero quiero escribir lo que veo y escucho antes de que se haga de noche y se me desordenen los eventos. Así que sigo avanzando con mi cuaderno compañero.

Veo varios encuentros casuales, chicas que se abrazan emocionadas. Una lleva un cartel de cartón que dice “No soy tu incubadora”, otra tiene tatuada la palabra “Familia” sobre las tetas. La remera de una fotógrafa me divierte: “Don´t call it a drama, call it a plan”. Ahora, una embarazada. Trato de concentrarme en ella, son tantos los estímulos. Debe estar de ocho meses. Lleva puesta una remera verde que le combina con el pantalón. Está abrazada a su compañero, que le acaricia la panza. Él le dice algo al oído y ella se ríe. Dejo de mirarlxs, tengo la sensación de que pasamos mucho tiempo juntxs. Son las 18.40, el sol ya desapareció atrás del Congreso. Festejo en silencio cuando veo en el pecho de una mujer la inscripción “Exist loudly”.

En los cuerpos, en la ropa, en los carteles y en el suelo se leen deseos sobre nosotras mismas y sobre las formas de vincularnos, maneras felices de estar en el mundo, injusticias que estamos desterrando de a poco, derechos pendientes de ganar. Son inscripciones sanadoras y sororas que forman un texto inevitable en el centro del espacio público.

Hoy me siento una recolectora de escrituras cuando leo a las protagonistas del siglo XXI en pleno centro porteño, en la calle, en la plaza: “Yo decido cuándo se menea”, “Ahora nosotras tomamos el control”, “Aguanten las pibas”. Esas son las escrituras más representativas de la Buenos Aires de este instante. Los lemas le dicen al macho: “somos la fuerza histórica que va a tirar abajo al patriarcado”.

Una amiga me despierta de las ensoñaciones con un abrazo. Se me cae el cuaderno, festejamos estar juntas ahí. Acabo de entrar al mundo de los encuentros casuales, del que ya no podré (ni querré) salir. Después de un rato, nos separamos y salgo a recorrer la plaza (¿siempre fue tan verde este pasto?). Escucho a un grupo de chicas jóvenes conversar:
No sé cómo me dejaban ver Rebelde Way.
Bueno, Cris Morena no era Hitler, pero….
Otro grito, otro abrazo. Es una amiga de la facultad. Más adelante, una amiga de una amiga. A medida que avanzo, la plaza se puebla cada vez más, ya es imposible sentirse sola en la marea verde. Falta poco para el pañuelazo, para la legalización, para construir la matria. Veo una mujer con su perro abortero. El animal lleva el pañuelo con una elegancia ejemplar. Le pregunto si puedo sacar una foto, aunque después no sé qué hacer con ella. El perro se ve ridículo en la pantalla, le cuelga un hilo de baba que no había notado.

“Son las 19:10” escucho decir a un artesano. Lo miro y enseguida deja de interesarme porque otro acontecimiento acapara mi atención: un pequeño superhéroe come una medialuna a pocos metros. Cuando corre con los brazos estirados hacia adelante, el pañuelo verde, como una capa de inmenso poder, ondea y promete futuro. Nene, vamos a salvar mujeres. Este es el año.

Vuelvo a la vereda y aparece una ex compañera de la escuela. Está sola, lleva un choripán en la mano derecha y un pañuelo en la muñeca izquierda. Me dice que ya se va y le pregunto qué opina sobre los encuentros casuales en medio de la multitud:
Esto es como estar en mi barrio- contesta mientras ojea al chori enfriarse.
Avanzo unos metros, esta vez voy a encontrarme con una amiga a propósito. Camino a la par de dos madres.
Cuando mi hijo me dice “tapate”, yo le digo que no pasa nada, que es normal. Así lo crío.
A mi nena le cuento cuando me viene. Tiene ocho años y se queja un poquito, pero quiero que sepa cómo es.

En la plaza hay tantxs niñxs y bebxs. Antes no les prestaba atención, sólo veía otras pibas como yo. Ahora lxs veo y empiezo a amar la brecha generacional entre nosotrxs. Alrededor de la fuente, hay familias enteras que comparten tererés, helados y frasquitos de glitter. Una madre tiene una remera con la cara de Evita, ambas llevan sus pañuelos verdes al cuello. Un vendedor de hamburguesas la mira pasar y grita: “¡Aguante Cristina!”. Es la primera vez en la historia que le exigimos nuestro derecho al aborto a un gobierno que decide enviar al Congreso el proyecto de ley para la interrupción voluntaria del embarazo. El fin de la clandestinidad es urgente; la voluntad política, también. “Niñas, no madres” leo sobre una panza pequeña.

Miro la hora y apuro el ritmo de la caminata, pasaron 20 minutos desde que le dije a mi amiga que la buscaría por la puerta del Gaumont. Por fin la encuentro. Está angustiada, perdió a las dos compañeras con las que llegó y tampoco ve a quienes la esperaban ahí. Le digo que está todo bien, que estamos todas juntas. Sonríe. Nos preguntamos cuánto más se puede demorar el pañuelazo, son las 19.40, ya es de noche y algo nos urge desde adentro. Nos acercamos al escenario y pocos minutos después empieza el espectáculo: los pañuelos alzados miran al Congreso. Los sacudimos como si pudiéramos sacarles todo el polvo del año pasado y cantamos juntas: “Aborto legal, en el hospital…”.

Sobre la fachada del Congreso, la tela que envuelve los andamios se convierte en una pantalla. El símbolo del pañuelo se proyecta junto a nuestros deseos y libertades. Ya no quedan dudas: este año será ley.

Foto: Prensa Obrera